domingo, 29 de mayo de 2011

Selgblezglze

Agotado me dejé caer entre los escombros de la hermosa ciudad de Gaardbla.
Con los ojos aun cerrados sentí que mi enemigo intentaba encontrar cualquier pequeño indicio de poder que me delatara, allá arriba, sobre la nube de polvo y cenizas que había levantado el violento impacto de mi espalda contra el suelo; pero el dolor que inundaba aquel mundo al borde de la extinción le confundía tanto como despertaba en mí todos los sentidos. Me sequé las lágrimas del horror y el cansancio con el dorso de la mano mientras intentaba incorporarme de la tierra quebrada.
Un hermoso templo de altas columnas se había alzado allí una vez: Espirales de lava reptaban en el interior de la cavernosa cúpula por las paredes y las columnas retorcidas, moldeando lentamente sus formas en un cambio constante de reflejos rojizos y suerte de cristales; metálicos tapices adornaban el suelo y las cóncavas paredes por donde de vez en cuando se volvía a filtrar un goteo de luminosa piedra y derretida dando origen a una nueva columna o pilar alargado. No era necesario altar alguno para los que el mejor lugar de sacrificios es su propia carne cuando tienden la mano hacia fuego líquido o moldean metal fundido con su aliento...
Pero todo se había quedado reducido a una amalgama de lagunas hirvientes y masas deformes que se retorcían sin orden ni concierto. Ya no se oían el canto de los sacerdotes preparándose para el ritual del fuego, ni las alegres voces de las jóvenes entrenando fuera, en los jardines, ansiosas por enfrentarse a su primera serpiente de lava y domarla para alcanzar la cima del volcán. Sólo la iquietante sentencia del burbujeo de piedra y el gemido del geiser repentino y ahogado como una expiración.
Era mi culpa.
Nunca debí haber llegado a aquel precioso mundo donde hasta la más inofensiva flor conocía el tacto de la llama y el resplandor de su nombre.
Un sollozo casi inaudible se escabulló entre el polvo y las cenizas que ya comenzaban a disiparse: Llamándome, tiñendo de realidad mis mezquinas lamentaciones: busqué entre las sombras de la destrucción aquel hermoso y condenado llanto.
Era apenas una silueta oscura y acurrucada bajo la forzada reverencia de un muro que se agarraba protector a las últimas ruinas de un pilar orgulloso y truncado. Tiritaba silenciosa, abrazándose a lo único seguro que le quedaba, sus pequeñas piernas magulladas y el consolador sueño del cansancio.
No se percató de mi presencia hasta que me arrodillé a su lado para limpiar su ardiente llanto con el reverso preocupado de mi mano. No se asustó, quizás porque ya nada podía asustarla. Sólo levantó resignada la mirada a mis ojos y aceptó la caricia manteniendo mi mano junto a su rostro, con las suyas tan pequeñas, casi diminutas.
Algo dijo, en aquella lengua llena de balbuceos y cadencias siseantes, una pregunta, quizás un ruego, con los ojos cerrados complacida de la presencia y el tacto de mis yemas. Luego abrió sus ojos para mirarme de nuevo, casi solemne -demasiado para una niña tan pequeña-, antes de pasar sus brazos entorno a mi cuello. Me quedé muy quieto, un momento, sorprendido y luego me abandoné a la blandura infinita de su abrazo, al la infinita calidez de su pequeño cuerpo contra el mío.
- ¿Quieres venir conmigo?- pregunté tímido, con un susurro. Se acurrucó entre mis brazos y mi pecho, a modo de respuesta; y la alcé en volandas, firme, nunca tan decidido a sobrevivir y abandonar aquel mundo que temblaba con postreros estertores.
La sombra de mi enemigo, precipitándose veloz hacia nosotros, destelló en lo alto, violenta y fugaz. Cerré los ojos y me deje llevar por el deseo de otro lugar, donde una brisa fresca saludaba a la noche trayendo el olor húmedo de los castaños y las alegres luces de la posada entrelazaban conversaciones entre los baldosines blancos de la plaza.